SAN JUAN |
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“Donde
fueres, haz lo que vieres”
Popular
He trabajado en ELMA (Empresa Líneas Marítimas
del Estado Sociedad Anónima), cariñosamente conocida como “Mamá ELMA”.
Para mí, todo un orgullo, el haber pertenecido a una empresa de
navegación líder a nivel mundial, tanto en cantidad de barcos como en
importancia de cada una de sus cinco líneas, creada como empresa en sí,
por la primavera del año sesenta y disuelta, tras una larga agonía en el
año noventa y siete durante el gobierno del “Turco Vendepatria”. Esta,
breve, reseña es un homenaje a todos los que, de un modo u otro,
formamos parte de la empresa y está dedicado a ellos, pero no tiene
mucha relación con una experiencia personal que quiero narrarles.
Ahí vamos: -“Estamos en Argentina y acá, las cosa tienen que durar!”-
Decía La Yoli, de Lanús en una vieja peli mientras empujaba un 403
destartalado para que arrancara. Para mí, toda la vida, fue así, pero
cuando uno comienza a recorrer el mundo, se da cuenta que no todos los
pueblos, tienen la misma idiosincrasia. El consumismo japonés, en pro de
su industria, hace que la gente se desprenda de sus pertenencias por el
solo hecho de haberse cansado de usarlas o querer cambiarlas por algo
distinto desechando lo que, ya, no quieren como quien se deshace de un
trasto viejo. Por el motivo, explicado: quienes nos encontrábamos de
guardia, a bordo, esperábamos ansiosamente el camioncito del
“chatarrero” para ver que gangas nos traería, a un increíble precio que,
casi nunca superaba los diez dólares.
Promediaba diciembre de 1985,
crudo invierno, el “La Rioja”, un, moderno, buque de cargas generales
de construcción alemana, perteneciente a ELMA se encontraba en el puerto
de Kobe, al sudoeste de isla “Honshu”, la más extensa del archipiélago
de Japón. Uno de los países más importantes de la línea Oriente.
Me
encontraba enrolado como Pilotín de Máquinas, a la vuelta de ese viaje
(tres meses más) dejaría de ser cadete y recibiría mi título de Tercer
Maquinista Naval comenzando una nueva vida para mí.
A bordo, uno
siempre encuentra personas con las que tiene más afinidad que otras, los
tiempos son cortos, la soledad, la falta de afectos y la necesidad de
comunicación, en aquella época: sin celulares ni internet aun, hacen que
estas personas pasen a ser de inmediato la familia que uno tiene del
otro lado del mundo. Mi entorno íntimo en ese viaje se reducía a tres
personas: Marcelo Curiel, el Comisario de a Bordo, un tipo bárbaro, uno
de los hermanos que me dio la vida, han pasado treinta años y nos
seguimos frecuentando. Marcelito Sormani: Primer Oficial de Máquinas,
uno de los mejores maquinistas que conocí en mi vida, sin duda, un
referente durante toda mi carrera, un tipo 100% cerebral en el momento
de realizar su trabajo. Cierra la lista el “tordo” Roberto Bereziuk,
Medico de a Bordo, habilísimo a la hora de practicarle primeros auxilios
a quien sea, lo he constatado en carne propia cuando, debido a mi
inexperiencia, me quemé la cara con fuel oíl caliente, siempre de buen
humor y predispuesto a todo, un verdadero “loco lindo”.
Entre las
ofertas de artículos usados, lo de más demanda, eran televisores color y
lavarropas para el camarote, pero los cuatro, decidimos comprar lo
mismo, sin habernos consultado antes, algo que nos uniría para siempre y
nos haría recordar infinidad de anécdotas cada vez que nos
encontráramos: una bici! Para hacer turismo barato y transportarnos a la
vez que paseábamos conociendo, debido al alto precio de los pasajes de
bus y ni hablar de taxi puesto que, el cambio no nos favorecía en
absoluto. El camioncito llegó y cada uno, compró la bicicleta de su
agrado. Yo elegí una Shimano celeste con cuadro de aluminio rodado 29
con 14 cambios y freno a contrapedal, de bicis, no entendía nada, pero
me gustó y así fue que la adquirí por solo siete dólares. Cada uno de
los cuatro compro su bici y esa noche, en el taller de Máquinas nos
dedicamos a sacarle toda la mugre adherida con pringosidad rebelde a sus
colores y a sus cromados. Al cabo de dos horas, gomas infladas y
relucientes, quedaron como de exposición, una más linda que otra, solo
quedaba algo por hacer: montarse en ellas y ponerse en movimiento.
Cada uno se abrigó con lo que tenía, era más importante protegerse del
frío que fijarse si una prenda combinaba con otra o con el calzado,
nadie había llevado guantes, lo que nos obligó a utilizar, los siempre
salvadores, guantes de trabajo que no eran muy facheros pero
resguardarían nuestras manos del gélido frío oriental. Nuestros atuendos
eran lo mas payasesco que el lector pueda imaginar. Munidos de la
documentación transitoria (short pass) y unos yens para pagar una bebida
caliente durante alguna parada técnica; nos dispusimos a pedalear del
sector portuario hacia el centro de Kobe. Quedaba un tanto distante a
pie pero, para ir en bicicleta, era una distancia ideal. Lo primero que
nos encontramos en nuestro camino que nos llamo la atención fue un viejo
y pintoresco cementerio, el cual, permanecía con la puerta abierta por
la noche, sin dudarlo y sin detenernos sin detenernos a pensar si
ofenderíamos a alguien (la religión sintoísta es muy respetuosa con sus
difuntos), decidimos recorrerlo montados en nuestros “corceles”. El
lugar era muy bello, cuidado con buen gusto y con una iluminación que
permitía visualizar las prolijas tumbas y los pequeños mausoleos que
albergaban restos humanos. Uno estaba ornamentado por una hermosa
fuente con peces de colores. Otro era una especie de gran lápida de
mármol, escrita en su totalidad con ideogramas Kangis, lo cual denotaba
que quien o quienes descansaban allí, habían sido personas de abolengo.
El mausoleo que llamó la atención del grupo fue uno que tenía siete
pequeñas estatuas, cada una con una inscripción en su base; llegamos a
la conclusión, no sé si equivocada o no, que descansaban los restos de
siete personas, cada estatua de estas, poseía un molinete al que el
viento hacia girar y le daba un aspecto alegre. Marcelito, saco la
cámara para inmortalizar la escena y en el preciso instante que se
disparó el flash, los molinetes de detuvieron al unísono,
instantáneamente. Sin tener una explicación racional a lo ocurrido, nos
miramos y dijimos en coro: -“Vamos…!!!”- Salimos de ese cementerio con
la cadencia que los mejores ciclistas del mundo aplican al embalaje
final del Tour de France ante la atónita mirada de transeúntes que por
allí, pasaban. Un par de kilómetros más adelante, paramos para beber una
chocolatada caliente en una máquina de expendio y al conversar lo
ocurrido, los cuatro, nos dijimos no haber sentido miedo.
Se
acercaba navidad y como costumbre de a bordo, había que ponerle un
regalito en el árbol a alguien para el cual éramos su “amigo invisible”.
De ese modo, sorteo mediante, habría un regalito para cada uno en
Nochebuena.
Debíamos, comprar, cada uno, un regalito más los que se querían hacer en forma espontanea, yo, en total, compraría cuatro.
Todavía era temprano, llegamos al centro de Kobe y nos dirigimos a una
calle peatonal techada a guisa de “shopping al paso” llamada Motomachi
en ese lugar encontraríamos lo que teníamos pensado regalar. No había
mucha gente, algunas vidrieras estaban en preparación, adornos navideños
por doquier, luces y guirnaldas, algunas listas y otras por instalar,
en el piso de la peatonal había montones de guirnaldas que estaba
instalando una empresa en esos momentos. El “Tordo”, tipo ansioso, se
convirtió en una especie de líder de pelotón, aventajándonos porque iba a
una velocidad superior y distraído pues no dejaba de mirar vidrieras,
paso por encima de una guirnalda que simulaba ser de hojas verdes. De
pronto se escucho: crack! crack! crack!; no solo hojas conformaban la
guirnalda: también tenía lamparitas y Roberto sin darse cuenta había
roto una cuantas, sin percatarse de lo ocurrido, siguió, a buena
velocidad, su marcha. No hace falta doctorarse en japonés para saber que
cuando dos operarios de mantenimiento, saltan de un andamio gritando en
un tono que dista muchísimo de ser una conversación con los puños
cerrados blandiéndolos al aire: están protestando acaloradamente.
Detuvimos nuestra marcha y con el típico gesto de juntar palmas y
agachar la cabeza implorábamos clemencia en nombre de nuestro, torpe,
amigo. El tono de estas dos personas fue bajando a medida que se dieron
cuenta que éramos extranjeros con un alto grado de ignorancia en leyes
viales, señalando un cartel, nos mostraron que no se permitían
bicicletas en la Motomachi. El “Tordo”, en Babia, seguía pedaleando sin
mirar hacia atrás, ignorando lo que ocurría. En cierto momento, al ver
que iba solo, decidió mirar a retaguardia y se dio cuenta de que algo
fuera de lo normal ocurría, con rapidez, pedaleo los trescientos metros
que nos separaban y volvió por donde había pasado antes, -“Che! Pasa
algo?” dijo, cuando, de repente: crack! crack! crack!; volvió a
escucharse. Con los dos Marcelos, nos miramos y nos dimos cuenta que
había llegado el momento de emprender el Segundo Tour de France. El
“Tordo” nos siguió sin detenerse mientras se escuchaba a lo lejos todo
un rosario de protestas en japonés que nada lindo nos debían decir.
Faltaba una semana para Navidad y las compras las haríamos en el Soho,
acabábamos de resolverlo en ese, mismo, instante. Al parar en la plaza,
para descansar de este nuevo embalaje, al “Tordo”, le dijimos infinidad
de adjetivos calificativos, ninguno de ellos halagüeño.
Cenamos,
frugalmente, en Kentucky Fried Chicken, luego de pagar un “ojo de la
cara” decidimos retornar al buque, ya era la hora 22:30 y al otro día,
temprano, cada uno tenía que atender sus responsabilidades. –“Y si nos
volvemos por la autopista…???”- Preguntó Marcelo. –“Cual?”- Inquirí yo
con terror a perdernos. –“Aquella, la que corre al lado del Shinkansen
(tren bala): si la tomamos para el lado de Osaka, y bajamos en la
segunda rampa y estamos en el puerto. Llegaríamos antes de medianoche”- .
–“Dale!”- Dijimos los tres restantes tal como lo hubieran hecho Athos,
Portos y Aramis. Los cuatro, subimos con la velocidad de fuerza y
pasando cambios, logramos hacer que las bicis vuelen, por fin podíamos
probarlas en todo su potencial! Se comportaban tal cual habíamos
pensado!
En un momento se empezaron a escuchar sirenas que iban
aumentando su volumen –“Mucho orden en este país, pero acá también
ocurren accidentes!- Pensé. Las sirenas eran tres patrulleros, uno se
convirtió en líder del pelotón, el segundo se puso a nuestra derecha y
el último cerrando el mismo. El segundo móvil, comenzó a hablar por
megáfono con voz de locutor japonés. Los marinos somos personas que
poseen una velocidad de captación mucho más elevada que cualquier ser
terrestre. Del mismo modo que cambiamos de idea religiosa de ateo a
chupasirios en milésimas de segundo, medio de cualquier temporal; en
este caso, aprendimos japonés al instante, lo que el patrullero quería,
es que nos bajáramos de la autopista. Tas hacerle caso y pensando que
nada nos salvaría de pasar la noche en una celda nipona, al bajar la
rampa y para nuestra sorpresa: ningún patrullero nos siguió, ellos
siguieron en la autovía sin darnos importancia, su misión estaba
cumplida, ya habíamos bajado.
Tras hacer un pacto de silencio, pedaleamos hasta el puerto, subimos al buque y nos fuimos a descansar.
A la mañana, cada uno se ocupo en sus tareas fue una mañana ardua.
Hasta el Capitán estuvo atareado debió atender visitas de uniformados en
compañía de intérpretes de la agencia ya que, un militar japonés, jamás
habla en ingles, su orgullo se lo impide por lo ocurrido durante la
segunda guerra.
El almuerzo fue ameno, con Raúl, el Capi, se
navegaba bárbaro, conversamos acerca del mundial de México y sus
posibles candidatos. Al concluir, nos invitó a tomar el café a su
camarote. Sentado desde su escritorio, con su barba y cabello
entrecanos, taza de café humeante en mano y la sonrisa bonachona que lo
caracterizaba, no dijo: -“Muchachos: también fui joven como ustedes y
los comprendo muy bien. A partir de este momento, he tramitado un
servicio de combis, por favor, utilícenlo y guarden las bicicletas hasta
el próximo puerto porque bastantes cagadas han hecho en una sola
noche”-.
EX SAN JUAN |
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