miércoles, 12 de junio de 2013

Cuando las aguas del Río de la Plata anunciaban las crecidas en el Norte, ñp hacia con el concurso de un manto de verdes camalotes que boyaban lentamente sobre las corrientes de aguas barrosas, navegando a la deriva por cientos y cientos de kilómetros río abajo, majestuoso, lamiendo los muros de la costanera de Buenos Aires y a menudo solían traer entre sus hojas blandas y carnosas, algunos animalitos que escapaban a la creciente o que la misma los sorprendía dormitando durante el largo y abrasador verano del Litoral.-
Cuando surcábamos esas aguas, en los viejos buques fluviales, transportando carga de cabotaje para los veintitantos puertos, que se ubicaban alas orillas del Paraná, veiamos en las orillas de las islas, cubiertas frondosa vegetación, algunos yacares dormitando al sol y esperando que de algunas de las naves que cruzaban por sus dominios, lanzaran por la borda las sobras alimenticias, que iban a disputar con toda la fauna icticola, que poblaban esas aguas, o bien ya mas por el norte se divisaban los aullidos vocingleros de los "carayas" unos simpáticos monitos que alborotaban en las ramas de los arboles que crecían, desmesuradamente en las costas del río.-
Los baqueanos, profundos conocedores de esas aguas, dirigían la nave minutando los trayectos entre una señal y otra que el río naturalmente les ofrecía como referencia náutica, un árbol de forma singular, un caserío adentrado en el monte, aunque no tanto,una península microscópica, una chimenea que emergía enhiesta del edificio de un frigorífico, todos esos eran detalles que en sus mentes iban registrando e incorporando al conocimiento del río, donde desarrollaron su vida.-
Todos esos conocimientos empíricos, hacían que los conductores idóneos remontaran las aguas sin dificultad, en una navegación caracolesca por los innumerables recodos e islas pequeñas que a lo largo de la travesía obstruían, a los que no conociera sus emplazamientos, la navegación en toda su extensión.-
En esa época de mi lejana juventud, todavía existían los "paquetes" buques fluviales de pasajeros que hacían la carrera entre Buenos Aires y Asunción del Paraguay, con trasbordos en Corrientes, para los pasajeros con destino a visitar las Cataratas del Iguazú, donde todo era primitivo y salvático, y allí existía un solo hotel, cercano a las mismas, y desde cuyas habitaciones se
 oía el murmullo ronco y perpetuo de las aguas que caían desde las alturas, ribeteadas por un perenne y hermoso arco iris, sobre los saltos grandiosos de esa maravilla de la naturaleza, en la región sub-tropical de la Argentina.-
El hotel estaba rodeado de un parque, pero a pocos pasos comenzaba la selva oscura, misteriosa, cautivante, habitada por innumerables especies de pájaros,como el atrevido tucan que se acercaba a los huéspedes y reclamaba con un tenue graznido algunas migajas del desayuno de los turistas.-
Al amanecer, cuando la selva saludaba la llegada del nuevo día, se escuchaba un concierto de cantos y silbidos de esa fauna aérea que alegraba los corazones y ponía una nota de color y jamas imaginada por los seres que habitaban, allá en el sur en la megalopolis, ese monstruo de cemento, recostado sobre las playas del Mar Dulce, como lo llamó Juan Diaz.-
Dentre del terreno del Parque Nacional de Iguazú, y muy cerca de las cataratas, se conservaba una casita rustica, construida con los elementos del lugar, caña y madera que había levantado un mítico personaje que después de recorrer a pie todo el territorio de nuestro país,empujando una carretilla por miles de kilómetros, desde Comandante Piedrabuena, en la Patagonia hasta la Capital Federal, luego desde la provincia de Buenos Aires hasta La Quiaca, y un tercer recorrido que abarca desde Villa Maria en Córdoba, hasta Santiago de Chile, cruzando la Cordillera a pie y finalmente un cuarto viaje de Trenque Lauquen, hasta las Cataratas, donde construyó su vivienda y habitó hasta su muerte en 1943.-
Este fabuloso personaje, cuyos interminables viajes eran títulos en la prensa argentina se llamaba Guillermo Isidoro Larregui, pero la gente lo conocía, como "el Vasco de la Carretilla".-
En la amplisima geografía de nuestro país, los transportes de mercaderías y de gente se realizaban por dos vías, la ferroviaria,y la fluvial que comunicaba Buenos Aires con los pueblos ribereños, en aquellos, donde el FFCC, no llegaba.-
El transporte automotor era casi nulo, agravaba su ausencia,la precariedad de las rutas y la guerra que asolaba Europa, que impedía  que los automotores obtuvieran los repuestos necesarios, ademas los buque fluviales, aunque mas lentos, eran seguros y llegaban todos los meses del año, con la regularidad que la empresa Mihanovich primero y Dodero después habían impuesto como norma,  a cumplir por sus agentes y sus tripulaciones.-
La regularidad y la puntualidad de los itinerarios eran mantenidos, en gran parte, por la franquicia de "paquete postal" que poseían las embarcaciones de estas compañías, que significaba que tenían prioridad absoluta en el atraque en los puertos, por el transporte de correspondencia, lo que contribuía con la rapidez del servicio de carga y descarga.-
El destino final de nuestra travesía era la capital del Paraguay, y cuando llegábamos, permanecíamos tres o cuatro jornadas, que aprovechábamos durante la noche en alegres correrías, por esa ciudad de calles perfumadas de azahares y unas lunas impresionantes, en un cielo profundo y recargado de estrellas, que asistían a nuestras caminatas, casi siempre hasta el Casino, distante unos dos kilómetros del puerto, donde permanecía amarrada nuestra unidad.-

Generalmente a la salida de ese lugar, nos encontrábamos con otros compañeros, ya en horas de la madrugada, en el único bar y restoran abierto en la ciudad, llamado "El Rubio" donde nos atracábamos con unos bifes de ardua masticación, con papas y huevos fritos, que resultaban doblemente sabrosos a esas horas y a nuestro sempiterno apetito de animales jóvenes.-
Hoy recuerdo, como en una película de color sepia, nuestras perdurables caminatas en las madrugadas por las calles de Asunción, iluminadas por luna llena, cuando retornábamos cantando "a capella" las canciones de moda en esos lejanos dias, que a menudo eramos interrumpidos por los ladridos de algún perro "cittadino" al que no le agradaban nuestros ensayos líricos, porque perturbaban su sueño y el de su amo, ademas la tranquilidad provinciana de esa ciudad dormida y serena, de calles solitarias, de gente amigable y hospitalaria, de las cuales guardo el mejor de los recuerdos!
 

Efrain Dorrego, enero del 2006.-

1 comentario:

  1. gracias Don Efrain Dorrego , diganos en que barco era y subimos fotos, un abrazo

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